La maldición de Madame Bovary
Paco leyó algunos
fragmentos de sus relatos, lo suficiente para descubrir que nos hallábamos ante
una voz narrativa poderosa, cuyo mundo literario bebía de una realidad muy
conocida por nosotros: un pueblo de la posguerra que, a medida que él leía, en
nuestra imaginación iba adquiriendo los contornos de Belalcázar, su pueblo. El
libro contaba además con otro aliciente: la portada de Damián Flores, también belalcacereño,
afincado en Madrid, y uno de los más interesantes pintores del momento. Paco y
yo nos dimos cuenta de que compartíamos amigos y conocidos, que se hallaban
desperdigados por el mundo, y que cada cierto tiempo regresaban, como hacíamos
casi todos.
Pocos escritores
viven exclusivamente de la literatura, y Francisco Carrasco no es una
excepción, aunque su trabajo tiene mucho de ejercicio literario, lo que le ha
convertido en un gran dominador del lenguaje. Es licenciado en Ciencias de
la Información
por la Universidad
Complutense de Madrid y se dedica al periodismo desde hace
más de veinte años. Ha sido responsable de la sección de provincia del diario
Córdoba, y en la actualidad es el jefe de la sección de opinión. No hay nada
mejor para saber escribir que trabajar con las palabras: analizando,
corrigiendo, redactando y puliendo con las premuras de tiempo que impone la
prensa diaria, y con las exigencias que
requiere el estilo periodístico. Sería muy difícil imaginar la cantidad de
textos sobre los que habrá trabajado Francisco Carrasco, y aquellos en los que
habrá impreso un toque personal pero también anónimo, porque el arte del buen
restaurador reside en que las pinceladas trazadas por su mano se vuelvan
invisibles en el original.
Cuando un texto nos
parece sencillo y claro no hay que dejarse engañar. Detrás, existen horas
y horas de trabajo, no tanto por lo que se escribe, sino por lo que se rechaza,
hasta conseguir una prosa sin altibajos, un lenguaje al servicio de lo narrado,
y a la vez un lenguaje protagonista, pues nos hallamos ante un discurso
literario: arte con palabras. No importa sólo el referente, lo que se nos
cuenta, sino el propio lenguaje, la manera de narrar. La poesía es palabra
esencial en el tiempo, decía Machado. El relato también es palabra en el
tiempo, la palabra construye un tiempo en el que los lectores nos sumergimos a
medida que nos adentramos en los hechos narrados, en las emociones de los
personajes y en sus gestos. Francisco Carrasco ha conseguido crearse un estilo
que da unidad a su obra, desde El
silencio insoportable del viajero y otros silencios hasta La maldición de Madame Bovary. Los siete
años transcurridos entre la publicación de los dos libros constituyen la prueba evidente de ese
trabajo minucioso y perfeccionista de nuestro autor. Perfección que se refleja
también en la impecable edición de Huerga y Fierro, y en el diseño de la portada,
otra vez de de Damián Flores.
En el buen relato es
importante lo que se narra, pero sobre todo la creación de una atmósfera. Harold
Bloom clasifica el cuento moderno en chejoviano o kafkiano. Para Chejov lo que
importa es mostrar unos sentimientos, un estado, una situación; en sus relatos parece
que no sucede nada pero nos mantiene en tensión hasta el final. Son personajes
que, sorprendidos en un punto de su existencia, han cruzado una línea, sin ser del
todo conscientes, ni tampoco los lectores, porque es tan perfecta la
construcción que los cimientos permanecen ocultos y no sabemos en qué momento
se tambalean, y nos dejan ese sabor de boca a menudo más cercano a la poesía
que a la novela. Kafka nos presenta lo irracional como algo real, los lectores
no lo cuestionamos, lo creemos. Chejov y Kafka, aunque de manera distinta, nos
hacen saltar un abismo Y ese salto es lo que los lectores buscamos.
Los relatos de
Francisco Carrasco se encuadrarían en la tradición chejoviana. Los personajes
se mueven en unos estrechos límites, en una atmósfera asfixiante, debido, sobre
todo, a las circunstancias que les ha tocado vivir. Vamos a asistir a un
momento crucial en sus vidas, en el que el equilibrio se rompe y los personajes
caen a uno u otro lado.
La maldición de Madame Bovary recrea el mismo
mundo que ya apareció en El silencio
insoportable del viajero y otros silencios: Villaviciosa, un pueblo español
de la posguerra. Esto, unido a la voz
del narrador y al estilo, va creando una atmósfera que confiere unidad y
originalidad a la obra narrativa de Paco Carrasco. Villaviciosa es un
territorio real, los lectores nos imaginamos un pueblo como Belalcázar, pero la
literatura lo transforma en un lugar mítico, y en un paradigma de lo que fueron
nuestros pueblos alrededor de los años 60. Un tiempo real –pero también mítico,
visto con los ojos del recuerdo– que abarca desde la Guerra Civil y la inmediata
posguerra hasta el comienzo de los años 70. La vida parece inamovible en ese
mundo rural, sin embargo las secuelas de la guerra permanecen en los
comportamientos, en el entramado social y en las conciencias. Existe una
miseria moral soterrada que en algunos casos emerge sin pudor alguno. Los
personajes rememoran o son protagonistas de una situación derivada de ese
momento real en el que viven; algunos son seres acabados, pero en otros existe
un aliento vital que los empuja a sobrevivir, a salir de los estrechos límites
impuestos. Es significativo que en varios relatos el narrador sea un niño que
proyecta su futuro lejos del pueblo.
El libro está
dividida en tres secciones; la primera, la ocupa el relato que da título a la
obra, la segunda la componen cinco cuentos más breves y la tercera corresponde
a otro relato también extenso: Las
lágrimas de Adrián. Son siete relatos que se abren con La maldición de madame Bovary. En él se narra el despertar sexual y
afectivo de un adolescente de trece años, y su paralelo despertar a la
literatura guiado por una viuda de treinta y cinco años, doña Bárbara. Ella es el
personaje extraño que rompe la tranquila vida de un pueblo. Lo mismo que antes
lo fue el viajero de “El silencio insoportable…”.
El relato está lleno
de citas literarias, pasajes de libros abiertos, a modo de migas de pan que
señalan un camino: El collar de la paloma,
Bécquer, el Decameron, García Lorca,
Ovidio, Madame Bovary. Como el
personaje de Flaubert, Doña Bárbara, (nombre también de referencias literarias),
intenta escapar de una realidad vacía y hostil a través de la literatura y del
amor, en el ambiente cerrado de la posguerra. Las fuerzas represoras e hipócritas
están encarnadas en don Jesús, el cura que ya conocimos en El silencio insoportable del viajero…, intransigente adalid de las virtudes
del nacionalcatolicismo y mal cumplidor
del sexto mandamiento, siempre tentado por la lujuria y pecando de pensamiento
y obra. Don Jesús, en este relato, representa también la figura del inquisidor,
para el que “Los libros envenenan el alma de las personas humildes. Ellos
fueron el detonante que hizo estallar la guerra”.
El segundo relato, “Nochebuena”, es mucho
más breve; bastan dos páginas para mostrar una situación dramática, sin caer en
el sentimentalismo fácil. Con las palabras justas nos describe el lugar y el
momento en el que se cruzan las vidas de unos personajes: una casucha miserable,
la guardia civil, el padre que ha robado un borrego, los niños que cenan en
nochebuena, y el desenlace contenido. En este relato como en el siguiente, “Cosas
del juego”, el autor utiliza la tercera persona, pero su prosa conserva el mismo tono que los relatos en los que el
narrador es el protagonista. En “Nochebuena” el narrador se convierte en
espectador del hambre, y de un acto de piedad y rebeldía; en “Cosas del juego” será testigo de
la degeneración moral del ser humano en la figura del terrateniente arruinado
que es capaz de jugarse a su mujer en una partida de cartas. No se juzga, se
describen los hechos.
“Un cementerio en llamas” recupera la primera
persona en la voz de un niño nacido durante la guerra, que nos va a contar la
historia de su tío, un adolescente de la guerra. El abuelo estaba huido en el
monte, la familia era cada cierto tiempo castigada, les rapaban el pelo y le
daban aceite de ricino. Así aparecen en una foto: “La abuela, con la boca
cerrada mantiene la compostura, a pesar de su aspecto andrajoso. El tío, con
trece o catorce años, ya casi un hombre, camina llorando con la mirada perdida.”
El abuelo muere a manos de un guardia civil y el tío, un muchacho de 16 ó 17
años jura vengarse. Se convierte en huido, con el único fin de matar al asesino
de su padre. En este momento su vida deja de tener sentido, no hay posibilidad
de salvarse, si no es cayendo en el vacío.
Memorial de atardeceres es la historia de un
amor frustrado, pero sobre todo la de la toma de conciencia del protagonista de
su condición, el lugar que ocupa en el entramado social en el que los señores
disfrazan de paternalismo lo que en realidad es una explotación. Porque en esa
sociedad cada uno tiene su sitio. “Es una cuestión de principios”, como dicen
algunos de sus personajes.
La segunda parte del libro se cierra con 1941. Han pasado 30 años desde esa fecha y don José, un nuevo rico
del franquismo, va a contar al narrador –un muchacho con aficiones literarias–
cómo empezó a amasar su fortuna. Desde el discurso cínico hasta la conciencia
torturada, el protagonista se nos presenta con varias máscaras: por un lado, el
sentimiento de culpabilidad de un asesino; por otro, la fanfarronería y
prepotencia de un vencedor.
El
último relato de la colección es Las
lágrimas de Adrián. Ocupa la tercera parte del libro. En este relato
abandona el trasfondo de la guerra civil y la posguerra para centrarse en las
obsesiones de Adrián, el protagonista, acusado de intentar violar a una amiga.
El narrador, en este caso un amigo de Adrián, intentará esclarecer los hechos,
y aliviar el sufrimiento que ha provocado la situación. Sus dudas invitan al
lector a tomar partido por uno u otro personaje hasta llegar al desenlace
final.
Los relatos de La maldición de
madame Bovary van precedidos de una cita: el final del poema “Esperando a
los bárbaros”, de Cavafis, en la versión de José Ángel Velente.
–¿Por qué de pronto esa inquietud
y movimiento? (Cuanta gravedad en los
rostros.)
¿Por qué vacía la multitud calles y plazas,
y sombría regresa a sus moradas?
Porque la noche cae y no llegan los bárbaros.
Y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
El bárbaro es el
extranjero, el extraño peligroso, ajeno a nuestras costumbres, que va a romper
el equilibrio de la comunidad. La imaginación colectiva crea sus propios
bárbaros para exorcizar los miedos individuales y encauzarlos en un enemigo
común que nos amenaza constantemente. Algunos de los personajes de Francisco
Carrasco intentan salir de la opresión por distintos caminos; son los bárbaros
en la conciencia colectiva. Buscan el amor, el placer de la literatura, la
autenticidad, la comida, la dignidad. Rompen el equilibrio ficticio, aunque
después sean engullidos por la atmósfera que les rodea. En un ambiente cerrado
y opresivo, como el de nuestra larga posguerra, el “bárbaro” temible era una
forma de cohesión social frente a un enemigo acechante, cuya existencia nadie
ponía en duda. Pero, ¿qué sería de nosotros sin los bárbaros? Porque, y así
termina este irónico poema de Cavafis: “Esos hombres traían una solución
después de todo”.
Comentarios
Publicar un comentario