No recuerdo la primera vez que entré en la librería; quizás porque es uno de esos lugares que siempre han estado conmigo, igual que un viejo amigo al que volvemos a ver después de muchos años y con el que retomamos una conversación como si no se hubiera interrumpido nunca. Eso debió de sucederme cuando me vi husmeando entre los estantes abarrotados: biografías, novelas, historia, poesía, clásicos… Un ordenado caos en el que pronto aprendí a moverme con soltura; sabía dónde se ubicaba cada libro, olía las novedades, mercancía fresca sobre la que me abalanzaba para leer la primera página y comprobar si merecía la pena llegar a la segunda; y disfrutaba ante un afortunado descubrimiento o me indignaba con un lanzamiento comercial que se trataba sólo de un fiasco, una trampa para lectores desprevenidos. Allí sentí también el desasosiego que produce la certeza de que jamás podría abarcar nada más que una pequeña parte de ese universo, porque el tiempo, mi tiempo, debía actuar como