"Los traductores del viento"
Imaginemos
que esa pesadilla no es fruto de un Estado y que, al fin, la hipocresía que
enmascara la realidad ha dado paso a un oportuno acuerdo de todos los países.
El mundo desarrollado ha encontrado un motivo de unión: crear un gran campamento
de refugiados donde irán a parar exiliados a los que nadie acoge, inmigrantes
ilegales y otros incómodos seres humanos. Se suceden los años hasta que los
gobiernos comprenden que no se puede mantener esa situación sin un cierto
orden. De ese modo surge la ciudad, “un
laberinto de cubículos de cemento”, un panóptico en el que todos los
caminos confluyen en una plaza central donde se levanta la Biblioteca.
La gente que
llega a Henoc en camiones mira al suelo como si la “vergüenza o la desesperanza les hubiera arrancado el alma”.
Nadie puede escapar con vida de allí; la ciudad está rodeada por un desierto
con sus innumerables peligros.
En aquel mundo de desechos nace una secta religiosa: el
samuelismo, cuyo nombre nos evoca a Samuel –“aquel que escucha a Dios”–, el
profeta del Antiguo Testamento. En el primer libro de la Historia Sagrada de la
ciudad leemos:
También dice El libro de la sabiduría divina, “toda la historia de la humanidad está
registrada en el rastro que deja la brisa al pasar. Cada una de sus palabras
oculta en las briznas del viento el mensaje de Dios. Es el idioma del viento el
que mantiene el tiempo y el espacio. En Henoc ese eje se ha roto: su geografía
no parece de este mundo.”
Mateo, un religioso samuelita, y su protegido, Agustín, van a
vivir un momento trascendental en sus vidas y en la historia oficial y sagrada
de Henoc. Agustín, cuyo deseo de “creer era mayor que sus posibilidades de llegar a conseguirlo”, había crecido al amparo
de los samuelitas:
Conviviendo con ellos aprendí que las creencias religiosas unen más allá
de toda diversidad; más de lo que ningún discurso histórico, social o político
es capaz de hacer.
En Henoc no se ven las estrellas; solo es visible, durante
dos semanas al año, la Gran Estrella del Norte. Es el momento en que se
celebran los juicios populares, en los que las torturas y las ejecuciones se
convierten en un espectáculo televisivo: un terrorífico programa, al estilo de los reality show, en el que el público puede
enviar mensajes sugiriendo castigos para algún preso. Estas propuestas serán
votadas por los ciudadanos, a través del teléfono o del ordenador, o bien en el
estadio, el gigantesco coliseo al que se conduce a los presos. Siempre ganan
los participantes que imponen “la tortura más original y más cruel”.
Los ciudadanos de Henoc y muchos religiosos samuelitas están
unidos por una barbarie que genera más violencia y degradación: disturbios en
las calles, asesinatos y violaciones. El mundo exterior conoce lo que ocurre y
no hace nada para prohibirlo: “Nuestra humanidad, aunque no se diga, les
resulta por sí cuestionable”.
Mateo, el heterodoxo samuelita, se dispone a buscar al nuevo
Traductor del idioma del viento, al “guardián del mundo interior”, para que la
humanidad vuelva a tener sentimientos y conciencia, y recupere su “capacidad de
comunicarse con la otra realidad”:
El Traductor es el que se comunica con lo divino. Es el que transmite la
realidad interior de cada generación: las añoranzas, los temores, los deseos,
las creencias.
La misión que Mateo eligió para su discípulo Agustín fue la
de convertirse en el Guardián de la Biblioteca, un lugar que ha perdido su
sentido primigenio y ahora solo es un museo de libros que hay que proteger de
mendigos y saqueadores. Pero la biblioteca cumplirá otra función en la novela,
la de ser el mapa que conduce hasta la clave del misterio: “¿Nunca te has
preguntado si, en vez de leer tantos libros no habría que empezar por leer la
biblioteca?”, le dice Mateo a Agustín.
La confusión lingüística ha sido otro motivo de segregación
en Henoc; los guetos han generado nuevas jergas incomprensibles. Los niños
abandonan las escuelas donde se enseña en idiomas que ya les resultan extraños.
Mateo ha estudiado las lenguas muertas para estar en contacto con lo divino,
con los signos que no se ven “sino que se sienten”. Mientras que él investiga,
bajo la escéptica mirada de Agustín, un nuevo personaje entra en escena. Es una
niña llamada Malik –el “ángel príncipe” en hebreo–. A partir de ahí cada personaje
deberá cumplir con su destino.
Los
traductores del viento es la primera novela de Marta López Luaces (La
Coruña, 1964), una escritora para quien la poesía y la prosa surgen del mismo “impulso
poético” y de un “deseo de expresar lo inefable”. Marta López Luaces retoma el
hilo de una tradición nacida en el origen mismo de la Literatura: el deseo del
ser humano de explicar el mundo, de buscar una trascendencia. Lo que primero
fueron palabras del viento, leyendas trasmitidas de generación en generación, quedaron
después fijadas en la palabra escrita, en los libros. Los poetas se transformaban
en puentes entre la divinidad y los seres humanos. Eran también los poetas de
Platón, inspirados por los dioses. La autora ha señalado la influencia de
diversas tradiciones religiosas, y sobre todo, de la Cábala y su intento de
expresar lo inefable esas “otras
dimensiones del ser humano que no son visibles pero que sentimos”.
Otras tradiciones confluyen en la
escritura de Los traductores del viento. Una es la tradición gallega con su mundo de viejas
leyendas y con una excepcional literatura fantástica, más cercana a la
literatura hispanoamericana que a la narrativa española realista de la segunda
mitad del siglo XX. En otra de las tradiciones vemos el hilo que en su día tomó
Kafka, con la creación de un mundo propio y con la búsqueda de lo primigenio
frente a la maquinaria impuesta por una sociedad que olvida la esencia del ser humano. A todo ello hay que sumar la experiencia
vital de Marta López Luaces, que reside Nueva York desde los dieciséis años.
Nueva York se ha convertido en una ciudad mítica, donde convergen culturas,
lenguas distintas y todas las contradicciones de las urbes del mundo
desarrollado, con sus grandezas y miserias.
En la voz de Marta López Luaces
resuenan los ecos de varias lenguas, la gallega, la castellana y la inglesa,
cada una con su diversidad de acentos. Como escribe en un poema de su libro Los
arquitectos de lo imaginario: “En el follaje de las palabras/ Emily y
Rosalía hablan/ en mí”. En un momento de la novela aparece una cita de la obra
cabalística El libro de la claridad: “El hombre crea cultura, como Dios
naturaleza”. El lenguaje nos sirve para
interpretar el mundo y para darle un sentido trascendente. Pero el lenguaje es
también creador de mundos y Los
traductores del viento es un ejemplo de ello.
Publicado en Tendencias21
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