“Ítaca”, de Francisca Aguirre
Francisca
Aguirre aprendió muy pronto que la vida duele y que el dolor es mayor cuanto
más se sabe y se siente. Vivir con los ojos abiertos exige que paguemos un
tributo; después habrá que ajustar las cuentas con la vida, siempre con la
verdad por delante. Francisca Aguirre (Alicante, 1930) no era solo la hija de,
la esposa de, la secretaria de, la madre, el ama de casa, la trabajadora
incansable, porque en el centro de su existencia, de los múltiples yoes que nos
habitan, iba creciendo una gran poeta; y el fruto, ya maduro, se convirtió en Ítaca (1972), su primer poemario, con el
que había ganado el premio de poesía Leopoldo Panero de 1971.
Eran
los últimos años de la dictadura franquista y en España comenzaban a respirarse
aires nuevos. En 1970 José María Castellet había publicado la famosa antología Nueve novísimos que agrupaba a poetas
que se alejaban de la poesía de la generación del 50, a la que por edad, debía
pertenecer Francisca Aguirre. Los manuales de literatura tienden a la
simplificación y lo que no se ajusta a ella, queda excluido. Sin embargo solo
habían pasado treinta años desde la guerra civil y poco más de veinte de lo que
había sido lo más duro de la posguerra. El horror y la experiencia traumática
de una generación que ahora rondaba los cuarenta años no se habían borrado ni
de la memoria, ni de la realidad vital e histórica del momento.
Como
escribe Marta Agudo en su esclarecedor prólogo a esta nueva edición de Ítaca (Tigres de papel, 2017), existen
dos lacras en el estudio de la poesía española: la tendencia a agrupar a los
autores por año de nacimiento, y la exclusión de mujeres poetas en grupos y
antologías que por ahora han pasado a formar parte del canon de la poesía del
siglo XX. Sin embargo, aún es demasiado pronto para saber lo que perdurará en
el tiempo y no es demasiado tarde para recuperar esas voces que se han quedado
al margen de los manuales. Poemarios como Ítaca
merecen perdurar. Este ha sido uno de los objetivos de la asociación
Genialogías al crear su colección del mismo nombre.
El
libro se cierra con una entrevista de Isabel Navarro a Francisca Aguirre, quien
nos revela algunas claves de su poética y de la gestación de Ítaca, un poemario en el que la materia
autobiográfica resulta esencial. La poeta lo ha dicho muchas veces, la lectura
de Kavafis transformó su manera de entender la poesía y de escribir, por eso
quemó en el horno de una panadería todos sus poemas de la primera juventud, llenos
de un romanticismo trasnochado, de un lenguaje que no era el suyo.
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Francisca Aguirre, en su casa. Detrás el retrato que le hizo su padre, el pintor Lorenzo Aguirre. Fuente: Editorial Tigres de Papel |
La
poesía de Francisca Aguirre no es un calco de Kavafis. La voz del poeta
alejandrino es un eco, como el mar de Ítaca,
y le dio una respuesta: que existe una forma distinta de escribir, un lenguaje cuyo
tono coloquial da la impresión de ser fácil, de estar al alcance de todos y que,
sin embargo, oculta bajo esa ilusión de sencillez una enorme complejidad. Y existen
otros ecos, una tradición poética que se inicia con nuestros clásicos y que
llega hasta la poesía del siglo XX. Es duro el aprendizaje de la persona
autodidacta, como lo es Francisca Aguirre, pero también está lleno de sorpresas
y de felices descubrimientos, libres del encorsetado academicismo.
En
los tiempos felices de su niñez, Francisca Aguirre aprendió de sus padres. En
la dura adolescencia de posguerra se convirtió en una ávida lectora de todo lo
que caía en sus manos. Las palabras la ayudaron a sobrevivir, a soportar el
dolor por la muerte de su padre, el pintor Lorenzo Aguirre –asesinado por la
dictadura franquista en 1942–, a soportar el hambre y las humillaciones. Después
asistió a las tertulias del Ateneo y el café Gijón, se casó con el poeta Félix
Grande y su casa llegó a ser un lugar donde recalaron grandes artistas, músicos
y escritores. Durante trece años Francisca Aguirre trabajó también como
secretaria del poeta Luis Rosales en Cuadernos
Hispanoamericanos.
Francisca
Aguirre consiguió el tono que necesitaba y a partir de ahí la melodía oculta
fue emergiendo. Con sus palabras Francisca Aguirre dio también voz a los
silenciados, a las mujeres que crecieron en la posguerra y que debían cumplir
con el prototipo de mujer de la Sección Femenina: sumisa, dueña y esclava del
hogar. Y a las mujeres derrotadas, las que vivieron la triste infancia de la
guerra y de los primeros años de la dictadura, con el hambre, la represión y la
miseria moral como telón de fondo.
La
poesía de Francisca Aguirre adquiere un tono confesional en el que la nostalgia
y la afirmación de un nuevo yo se engarzan, fortalecidos por las palabras y sus
múltiples significados. El yo dialoga con su alter ego, Penélope, el arquetipo de la mujer que espera en su
Ítaca, la mujer a la que se le ordena guardar silencio en lo público: “Vete/ a
tus salas de nuevo y atiende a tus propias labores,/ al telar y a la rueca (…)”,
le dice su hijo Telémaco en el Canto I de la Odisea, y añade: “El hablar les compete a los hombres/ y entre todos
a mí porque tengo el poder de la casa”.
Francisca
Aguirre dividió su poemario en dos partes: “el círculo de Ítaca” y “el desván
de Penélope”. Si el sentido de la “Ítaca” de Kavafis era el trascurso de la
vida, el lugar donde se acaba el viaje, la Ítaca de Francisca Aguirre es el
sitio donde se permanece en el tiempo que nos ha tocado vivir. Ítaca está dentro
de nosotros y allí es donde tenemos que buscarla:
Ítaca nos resume como un
libro,
nos acompaña hacia
nosotros mismos,
nos descubre el sonido
de la espera.
Frente
a Ulises, el viajero que sueña con volver a Ítaca durante ese largo viaje
repleto de peligros, pero también de amor, Penélope se alza como protagonista,
la mujer que teje y desteje en ese círculo que se abre y se cierra en uno
mismo. Ítaca nos sobrecoge desde el
primer poema, “Triste fiera”, en el que el yo poético interroga al mar y este
solo le responde “socorro”:
Fui hasta el mar y lo
toqué
con cuidado, como se toca
un animal equívoco,
un animal que se come la
tierra
y en su límite último
intenta confundirse con el cielo.
Fui hasta él con la
inerme disposición
con que nos acercamos a
lo desconocido
esperando una respuesta
mayor que nuestra dolorosa pregunta.
Ítaca
es una “isla es infinita:/ una vida resultaría escasa/ para cubrir su
territorio”. Pero “Ítaca está dentro, o no se alcanza”. Para abarcarla
necesitamos las palabras: “Los dioses son palabras; con el silencio, mueren”.
Como en el poema “Sísifo de los acantilados”, Penélope persigue una ausencia
mientras “Telémaco sigue creciendo”. A veces
asoma la desesperanza; así leemos en el poema “El oráculo”: “Eres como un oráculo
que no cree en el futuro”. Y en “Penélope desteje”, un atardecer nos recuerda “esa hermosura ardiente/ de todo cuanto se
asoma hacia la nada”.
En
“Espejismo: Penélope y la mujer de Lot”, Francisca Aguirre funde, de manera
excepcional, esos dos arquetipos de mujer: la que espera y la que, como castigo
a su curiosidad, queda convertida en estatua de sal. Las dos conviven en un
entorno doméstico. La mujer de Lot mira al pasado y busca un sentido, aunque el
conocimiento resulte doloroso.
“Pero
también el miedo une”, escribe Francisca Aguirre en “La espera”, porque “Cualquiera
se puede morir, pero morir a solas es más largo”. La primera parte de Ítaca se cierra con el poema “La
bienvenida”, el regreso del héroe: “la historia de Ítaca se resume en lo
cotidiano”; sin embargo esa domesticidad, donde casi nada sucede y todo vuelve
a su cauce, oculta también el mayor enigma:
Ha vuelto. No sabe bien
a qué.
Pues más que a morir le
teme a envejecer.
Sospecha de la calma
como si contuviera un virus.
Soy para él peor que una
traición:
soy tan inexplicable
como él mismo.
De
este modo llegamos al “desván de Penélope”, el lugar de los recuerdos y la
memoria de lo que fuimos y lo que dejamos atrás. Aquellos “paisajes de papel”,
en una “infancia triste”, pero también el amor a la vida y la necesidad de crear
un lenguaje con el que poner nombre a lo que se vive y se siente:
Buscábamos palabras en
el diccionario
con el afán de
comprenderlo todo:
necesitábamos hacer
lenguaje.
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Portada de la primera edición de Ítaca |
En
el desván se oculta la soledad, como en los poemas “Drago (1963)”, o “Drago revisitado
(1970)”: “De nuevo la ciudad, más ya/ como el amor para nosotros:/ Patria y
exilio al mismo tiempo. Y en “Apuesta” leemos: “Somos tan solo el ansia de lo
que nunca fuimos”. Frente al deseo de totalidad se trata de asumir las
despedidas, el miedo, la finitud, la nada. Después habrá que tomar una
decisión: “Y me pongo a llorar sobre la vida/ diciéndome: Penélope, /
deberíamos hacer algo que no fuera morir.”
Subyace
en estos poemas un tono melancólico, pero no lastimero, porque en cualquier
momento puede aparecer la ironía, y un afilado sentido del humor, como en el
poema “Totalidad”: “Porque ni aún en la pena somos coherentes,/ ni siquiera
para sufrir somos totales”, pues somos como las lagartijas “a las que un niño
dividiera en dos”.
Penélope
continúa esperando, aunque a veces, en lugar de Ulises aparece “El extraño”:
Estoy muy asustada:
tengo miedo a que se
quede para siempre.
Porque si éste se queda
yo sé que nunca más
volverá el otro).
Comprender
y colocar las cosas en su sitio reclaman un precio: “Y sobre todo y más verdad
que nada/ ese vacío que deja la verdad”, leemos en el poema “Escúchame”. Y si
en “Las certidumbres”, Francisca Aguirre escribe “Cuando sentimos mucho/ es muy
fácil llegar/ a algunas certidumbres”, el yo poético concluye asumiendo ese “hondo
prescindir”:
Viuda de certidumbres
y comprendiendo que
lo único posible
es ir muriendo junto a
ti
en una cama o en
cualquier lugar,
y aceptando mi sueño y
tu vigilia
como el aprendizaje
de un hondo prescindir
que alguna vez será
definitivo.
Si
no es posible la felicidad plena, sí podemos vivir “tristes horas de
felicidad”, siendo conscientes de nuestros límites: “aceptando con humildad los
pañuelos/ y las voces que amorosamente la protegían”. Ítaca termina con el “Telar”, breves textos en los que Francisca y
Penélope tejen su pensamiento y dialogan:
Déjale a tu tristeza
el sitio que le
corresponde
pero no permitas que se
arrogue
carácter moral.
Porque
a pesar de la soledad, la nostalgia y las pérdidas amamos la vida. Por eso
Penélope da un último consejo: “Francisca Aguirre, acompáñate”.
UN
POEMA DE ÍTACA:
“Espejismo:
Penélope y la mujer de Lot”
Me
he quedado parada
a
mitad del pasillo
hacia
mis tiernas construcciones,
a
mis primeras tentativas,
esas
que amarraba a mi vida
como
los lazos a mis trenzas.
He
contemplado detenidamente,
sin
apasionamiento
aunque
con algo de nostalgia,
los
ansiosos esfuerzos
de
estos treinta y seis años míos.
Me
he aproximado a todo ello
con
la insistencia de un miope.
Me
he detenido largamente
en
felices sucesos,
en
tardes prodigiosas,
en
el sexo y sus galas nocturnas.
Y
he visto con asombro y espanto
este
andamiaje de segundos
borrándose
bajo un acuoso salitre,
y
he luchado desesperadamente
contra
esa solidez de sal y lágrima
Es lamentable que, por su condición de mujer, esta gran poeta ha sido poco conocida y ha tenido mucho menor renombre que su marido Félix Grande
ResponderEliminary que su jefe Luis Rosales.
Estoy totalmente de acuerdo con Alfonso!
ResponderEliminarLlega el momento de hacerla justicia y ponerla a la luz 💡.
¡Que maravilla! Tanto la labor de difusion realizada desde tu blog como la de la Colección Genialogías. Un cordial saludo. .
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